Un relato
Como en todos
los momentos de grandes conmociones de la historia de mi breve existencia, que
comenzaba hoy, había yo estado todo este tiempo, sin saberlo, jugando al juego
más extraño de todos, con más movimientos y posibilidades que cualquier otro,
que átomos tiene el universo; paseando por el tablero en el que ocurren todos y
cada uno de los procesos y decisiones que determinan el final o continuidad de
nuestro juego contra el universo: el de la vida. Me encontré a mi mismo en la
terraza del café al que solía ir en mis ratos libres, que por aquel entonces
eran bastantes, cavilando sobre la posibilidad de que las sillas, por ejemplo,
fueran algo más que ellas mismas; pensando sobre la probabilidad de que el ser
humano fuera consciente de sus creaciones más simples como objetos íntimos
colmados de significado. Si al final existieran algunas pocas almas perdidas
que lograran dar significado más allá del material tangible del que están
hechas las cosas a algo tan simple como a las sillas y mesas que nos rodeaban,
no habría sido mi viaje hasta aquí en vano. Pedir, no obstante, que las mismas
personas que no son capaces de dar
cuenta de la significancia o el valor oculto de las cosas más nimias, lo
hicieran asimismo con sus semejantes humanos, era ya pedir demasiado. Por
desgracia aquellos que fueran capaces de hacerlo llevarían en su mirada la
marca cainita que los diferenciaría del resto, del vulgo, de la muchedumbre y
el gentío, y estos últimos, para perseverar en la ineptitud del inapetente y el
crédulo, del pueril con respecto a las
pasiones humanas, los estigmatizarían intentando buscar la manera de
segregarlos de la estancada normalidad que invadía en aquel momento las calles
y los corazones de los mismos hombres.
Tan difícil
resultaba hoy en día encontrar la belleza en las pequeñas y comunes cosas que quien era capaz de llevar
tamaña tarea acabo, era decididamente seleccionado como parte disidente de la
humanidad y apartado de la estéril sociedad hacia lugares más ubérrimos e inhabitados: el lugar del Uno mismo. Por lo
que a mi respecta me gustaba fijarme en los pequeños detalles que conformaban
mi propio mundo y dedicarles un poco de mi tiempo, tan finito al fin y al cabo.
En este momento recordé las palabras de uno de mis poetas favoritos: “no hay
nada tan pequeño y efímero que no sea capaz de despertar la fascinación del ser
humano”. Y con todo, no me canso de ver
diariamente todas esas personas que vagan con o sin rumbo por unas calles
inventadas por ellos mismos, especialmente dispuestas conforme a sus
necesidades más básicas como animales gregarios. Uno ya no puede estar seguro
de que lo que realmente puebla las calles pueda ser denominado como “ser
humano”. “Aquella que está gorda piensa y planea estar más delgada: parecerse
al sueño común de las mujeres de esta época” -pienso mientras sorbo un poco de
café. ¡Que nadie destaque! Gritan en cajas mágicas con inusitadas imágenes y
sonidos sobre lo que debiera ser la vida: un ir y venir de oscuros maniquíes
con predilección por las pertenencias materiales, pues es fácil estar tranquilo
con un espíritu sin inquietud y un corazón constantemente sosegado por los
placeres más mundanos. Luego pasan
otras, más delgadas y encantadas con su delgadez enfermiza, llenas de órganos,
como el resto de animales: conformes con su existencia, sin posar ni un momento
la mirada en las sillas o las personas que se agolpan en las terrazas; sin
prestar la más mínima atención a todo aquello que les rodea y es parte de su
universo.
Se me hace
amargo el café con todo, y tras pagar con la mitad de las monedas que
descansaban en mi bolsillo decido dar un paseo hacia mi búsqueda diaria. Desde
que desperté en el café encuentro en mi alma las ansias de encontrar y hacer
algo que todavía no consigo vislumbrar. Andar me ayuda sin embargo a aclarar un
poco mis ideas. Cerca de aquel café se agolpan miles de años de historia y
cultura resumidas en grandes rocas dispuestas por hombres que parecían más
inteligentes que nosotros pese a tener menos recursos: el teatro romano se hace
visible al girar la esquina. La única diferencia entre ellos y nosotros es que
éstos vestían las máscaras solo sobre el tablón del teatro, mientras el resto
observaba extasiado las enseñanzas sobre las que se construirían sus vidas y
valores. Ahora el teatro está en la calle, émula de la televisión, y todo puede
ser resumido también en pequeñas dosis de embriaguez hedonista. Frente al
teatro: pequeñas dosis de fotos Kodak,
breves clic de Cannon, efímeras
sonrisas y supuestos recuerdos individuales que invalidan la realidad conjunta
que una vez impregnó aquellas tristes ruinas iluminadas por luces artificiales.
Están pobladas estas rocas del teatro y la alcazaba por escasos gatos que
tienen el derecho, por salvajes, a entrar e inspeccionar aún las ajadas piedras
que conforman la historia de occidente: ruinas. A togas de romanos festivas,
ojos almendrados y café soluble hemos resumido la historia en cada clic de
cámara de fotos y sonrisa postiza: a disfrutar del vino frente a paredes con
letras agigantadas en latín, cuna, origen de una lengua que se desmantela o
crece, aún no está muy claro, conforme la vamos transformando, conforme vamos
jugando como usuarios que jamás leen manuales.
El paseo hasta
la Plaza de la Marina se me hace largo
mientras pensaba en las largas palmeras que se extendían ociosas, buscando
ese sol que destilaba tranquilidad
mediante los colores de un tardío atardecer. Hace siglos, me gusta imaginar, en
la cavea de aquel teatro se reunían
familias para asistir a representaciones que inculcaban los valores de su
civilización. Todos los mitos les enseñaban a no matar a sus padres, a no hacer
el amor con sus madres, a tener honor
sobre todas las cosas, a asumir que los dioses regían la vida de los hombres y
a que el sol, a falta de buenos corceles, aparecería de mano de Apolo todos los
días por el Este. Era en aquella época antigua que las búsquedas de sentido
sobre la existencia y las inquietudes y pasiones humanas se representaban de
forma velada bajo máscaras y disfraces sobre el teatro. Hoy por hoy las
máscaras han evolucionado con nosotros y nos conforman y transforman más ellas
a nosotros que nosotros a nosotros mismos. Los disfraces con el tiempo se han
hecho más sutiles pues hemos de reconocer lobos con piel de cordero y ovejas
mecánicas que parecen reales, mas detrás de todo aquello tan solo siguen
quedando personas confundidas ante la mirada del tiempo y el yugo de la
historia. Máscaras de pelo largo o corto, máscaras de mascarilla y crema de
frutas, de pelo limpio y maquillaje, de chaquetas y cinismo o de corbatas
desenfadadas; máscaras con gafas de sol de marca innecesarias, de gafas de sol
sin monturas, voladas o al aire, o quizá con pastas de colores azules para los
días grises, verdes para la primavera y rojas para el verano; máscaras con
tatuajes incluidos y ropa negra: búsqueda enmascarada del propio yo y su lugar
en esta existencia que se nos ofrece como única y frágil, como perecedera y
fugaz; búsqueda de máscara cómoda, de máscara familiar, de cama mullida, de
lugar en el mundo, casa y trabajo: nido. Y sin embargo, el teatro sigue ahí,
atrás, recibiendo fotos siglo tras siglo, y por encima de él, aquella serpiente
amurallada de escamas milenarias sobre la que antiguos jeques árabes podían ver
la ciudad entera, con su puerto, sus barcos, la hipocresía de sus gentes y su
“deme uno de ida para Vélez, por favor”, y sus “son tres euros”, y sus sonrisas
falseadas y eternas esperas para entrar en el infierno en la tierra: mis amados
autobuses.