Que yo no sé nada de esto, señoría. Que yo ni me
lo vi venir, además, siempre hice lo que a mí me dijeron aquellas locas, y más aún, se me
olvidó incluso. Y ya ve usted que me lo recordaron. Esto debe ser una
equivocación, uno no puede acabar así, tan mal, tan rápido, por matar a
alguien. Es más, ¿cómo está usted tan seguro aparte de por mi confesión grabada
de que yo lo hice? No puede tener la más remota idea de lo que pasó aquella
tarde en aquel yate. Y yo añadiría: si supiera todo lo que tuve que pasar para
llegar vivo a alta mar, y lo que es aún más, volver, no se sentiría usted menos
indignado que yo. Que hay indignados, oiga, pero lo mio es un caso grave; vaya
a a compararme con todos esos que andan por la calle reivindicando cosas. Pero que
me desvío, que se lo juro, que yo lo hice, pero con toda la buena intención.
Que si quiere, hasta se lo explico, pero no me pare, no por favor, que pierdo
el hilo. Verá: estaba yo tranquilamente en mi casa, tumbado, recostado, qué más
da, cuando de repente una voz me habló. Venía del ordenador, claro está. Era
femenina y delicada, y me dijo no sé el qué de matar. A mí ya ve usted, que
todo me pareció una broma, como poco singular. Pero ya le digo, que esta voz,
de esta mujer que tenía cara, nombre y un yate, que yo maté -no al yate, sino a
la mujer-, me dijo que iba enserio, que quería que la matara, con no sé cual
papel, ¿y quién no confunde la tinta con el mar? Pero resultó que me invitó
dicharachera a montar en su yate, que no es ningún eufemismo, no me mal
entienda, sino que siendo de tan alta alcurnia era poseedora, ella, del tal yate,
que no era nadie, sino un barco, un bote, un navío, vamos, eso tan cool, nice y demás con lo que se surca el mar bajo la sombra de unas Ray Ban. Y fíjese como soy yo que le dije que sí, ¿quién
iba a rechazar una oferta así? Yo no. Pero me olvidé, estuve un tiempo perdido,
y claro, yo que soy pacífico, que no pacifista -porque creo que la violencia es
un sentimiento intrínseco al ser humano, aunque no quiero que esto conste en
acta- me dejé de tanto yate y tanto sol, mar y aire limpio, y me quedé en casa
a ver el tiempo pasar. La cosa es que usted no se lo creerá, pero fui a ver a
una amiga que conocía a la otra amiga de la que le hablo, bastante más loca que la anterior, la del yate. Y no
entiendo porqué, pero me recordó, ella también, muy dicharachera, que tenía que
matar en un yate, lugar perfecto, a aquella primera chica, que tenía voz y a la
que maté, pero sin querer. Mire, yo soy un mandado, que no apocado, pero
obediente, lo que podría llamarse un caballero. ¿No ha leído a Hesse? ya, ya sé,
vaya coñazo ahora, pero entiéndame. Yo solo hice aquello como Harry hizo lo
propio con Armanda, que la quería, pero oiga, una promesa es una promesa. La
cosa es que yo le iba diciendo que mi amiga, una que está un poco loca, me dijo
textualmente: “Tienes que matar a (introduzca aquí el nombre de esa chica, esa
del yate tan caro y las Rayban)”. Y yo no me pude negar. Me puse manos a la obra
en cuanto llegué a casa, y planeé con sumo cuidado todos los preparatorios para
tan noble acción. Estuve una semana
pensando en como hacerlo: en su casa, en la cocina, en el salón, en la terraza,
en la piscina; después vi todas las temporadas de Dexter, leí los libros de
Sherlock Holmes solo por gusto y vi millones de películas de cine negro con
gangsters y asesinos, que ya que iba a matar a alguien, por lo menos veía todas
esas pelis. Sí, sí, también las de Hitchcock, esa de la ducha. Al final recordé
también aquello otro que me dijo mi otra amiga: “ y ha de ser en el yate, es
perfecto que te haya pedido que sea allí”. Así que desechando todo lo previsto
y un montón de segundos, minutos, horas de mi vida, me vi diciéndole que me
llevara a dar una vuelta, que lo pasaríamos bien, que yo ponía el champán,
las burbujas y lo demás. Claro, nosotros encantados, el mar, la brisa marina,
la arena del mar, el sol marino, todo muy azul de mar, ya sabe, y además crema
que untar. Se puede ya imaginar el plan. En esto que estamos hablando sobre
nada y todo y bebiendo champán. Yo elegí uno caro para que no fuera muy
descarado aquello de: te voy a matar.Y lo siguiente ya es algo confuso, y es que no tengo
una buena memoria cuando me pongo nervioso. Fuimos de aquí para allá sobre el
barco y también bajo él. A veces ella estaba en la cubierta, arriba y yo abajo
en la bodega, y otras yo encima en el timón y ella abajo con no sé qué. Qué se yo, la tarde
se fue rápido como el tiempo pasa sobre el mar. Al final, abrigados por la fría
noche, salimos a la cubierta del barco a divisar el reflejo de la luna sobre el
tálamo acuoso del mar. Imagínese la estampa, es una buena postal. El resto ya
lo sabe. Yo no quería, pero ella me lo dijo como yo le dije que lo hizo,
risueña, como en broma: “¿Y así me querías matar?”. Y yo, sin saber que decir,
le pedí perdón y la arrojé al mar. ¡Matar! ¡Pero si tres veces no quise hacerle
mal! Y tres veces, tres, me recordaron que lo debía hacer. A mí no me mire
usted así de mal, que yo lo hice por su bien, que parece que nadie quería
hacerlo y me lo pidió tan bien... Y ya ve, fabriqué excusas perfectas, quemé el
yate, se lo tragó la oscuridad, yo llegué a tierra y llegué por fin a casa.
Tenía todas las coartadas listas y preparadas para cualquier horrible pregunta.
Excepto aquella que sólo se podía responder con sinceridad:”¿Fue usted quien
mató a C?”. “Sí, fui yo” respondí. Y nada más, aquí me tiene. No soy culpable,
tal vez olvidadizo, un caballero; confundir el papel y el mar, la tinta y la
noche. Yo no tengo culpa señor. Usted ya me entiende. A veces uno tiene que
hacer lo que tiene que hacer.
Frasario
"Y todo comienzo esconde un hechizo"
José Knecht
José Knecht
28 oct 2011
15 oct 2011
Un sueño cualquiera
-¿Qué piensas en este mismo instante? –preguntó él.
Generalmente este tipo de preguntas a nadie se le ocurre llevar a cabo aunque sean pensadas, al menos, esperando algo trascendente. No
obstante aquella no era una situación común. Se encontraban en la pequeña
habitación de la ciudad dormida dos almas vivas; sus espíritus escapaban
aquella noche por la ventana dirección a la nacaráda y fúlgida luz de las
estrellas; sus rostros yacían iluminados por la claridad mortecina de una luz dorada
y rojiza, como viva, palpitante, como aquella habitación. La desnudez de las
almas en aquel momento solo era deducción lógica de tan extraño encuentro en el
planeta en que vivimos, donde cada alma vaga temerosa sin encontrar la
complementariedad infinita. Se habían reunido en ese lugar dos partes de un
mismo ser, un cuerpo completo y aunado en Paz. “¿Qué piensas en este mismo
instante?”. “En mi vida, que es la tuya, nuestra vida.”
Ella pensaba en imágenes rápidas llenas de dinamismo y
color. En los colores de las verduras, en aquella sensación maravillosa de
cocinar con una mano amiga; en los olores de las salsas o las especias en el
aire denso y cálido de la cocina; o en “¡échale más orégano!” y reír después
como una condenada porque se le había caído a él más de lo debido. En cosas
insignificantes. En “no, córtalo más finito”, y ver como dedicaba cuerpo y
alma, atentísimo al mínimo y nimio corte en su debido lugar, que era el
preciso, mientras echába un sorbo de la lata y sonreía porque era terriblemente
feliz en esa escena.
Se trata de un amor egoísta el que sentimos, en el que
importan más aquellas sensaciones vividas, vidas sentidas, en un momento de
tranquilidad o paz de espíritu por parte de una de las partes; de la parte que
tú vives y sientes, que lo que realmente demuestras cara al público privado de
la persona que yace al lado. Es un amor egoísta por oculto, no por inexistente;
pues más profundo se vuelve el amor pensado después de ser sentido, más lejos y
con más profundidad se hunden sus delicadas raíces en el interior de las
personas; más eterno es un amor pensado en la memoria que sentido en la piel y
los huesos, pues la carne se vuelve eterna también en conctacto con la nebulosa
del pensamiento, y así, dos partes de un completo perviven por eones más allá
de la muerte de los enamorados y las estrellas mismas. El amor no se vive, se
echa de menos.
Pero es tan puro el sentimiento que resta tras la pérdida
del objeto amado. Conmúnmente caemos en la desdicha de no idealizar lo
cotidiano: nuestro reflejo en los ojos de a quien miramos; tristemente
olvidamos poner el alma entera en el conocimiento de alguna cosa, pasamos de un
lugar a otro sin sentir con lo más hondo de nuestro pecho los momentos vididos;
rascamos la superficie heláda, la máscara de aquello que escasamente
disfrutamos y más dificilmente conocemos; no morimos en cada intento; no
nacemos a cada momento: tristes, amargos ante lo bello. Olvidamos rápido.
Recordamos tarde, y lento. Sin embargo, cuando te descubres los ojos y ves con estos
en el pecho, entonces se ha llegado:
estamos vivos. Y nadie nunca alcanzará a entender algo tan intenso, jamás
arrancará alguien las raíces, que son sutento, parte ya de algo completo. Pero tú no sabes, en aquel instante, lo
profundamente hondo, que amas. Eso viene después, tras el viaje con el
barquero.
10 oct 2011
Papeles de papelera III
Un día de estos,
cuando no mires ni estés atenta,
cuando menos te lo esperes,
se nos llevará el viento
y no sabrás quien te arrancó
del pecho el aire frío,
y allá con su estela que cerca a las estrellas
portará nuestro aliento
con sus manos etéreas
otro tiempo, un Sur más Sur,
caliente como el verbo que te entrego
o como el hálito que te roba el viento
candente el viento y solo helado el viento.
cuando no mires ni estés atenta,
cuando menos te lo esperes,
se nos llevará el viento
y no sabrás quien te arrancó
del pecho el aire frío,
y allá con su estela que cerca a las estrellas
portará nuestro aliento
con sus manos etéreas
hacia otras tierras, otros días,
otro tiempo, un Sur más Sur,
caliente como el verbo que te entrego
o como el hálito que te roba el viento
candente el viento y solo helado el viento.
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