Mientras el cáncer acaba conmigo yo me voy guardando los
recuerdos difusos de una noche llena de excesos importantes, de vacíos abruptos
y terribles soledades en compañía; de huecos en el techo, campanas de misa al
despertar y de 10.000 días de truenos, tos y sudor.
Al despertar comenzaron a surgir las breves remembranzas de
aquella manera tan clásica en la que poco a poco se descubren, tirando del
pequeño hilo de los sueños, los sucesos que tuvieron lugar. Asido el endeble
hilo, con verdadera fidelidad, fui encontrando en qué deseos gasté mas o menos
tiempo aquella noche. Gracias Ariadna.
Cuando me paro a pensarlo, acto imposible, solo recuerdo
imágenes entre una bruma extrañamente placentera y acogedora: una mesa grande,
un cuarto grande, una cama enorme: un deseo ardiente, un calor sofocante, una
luz titilante. Las cervezas y cervezas en la mesa grande, la escapada al tejado
privado; la burla a la terrible muerte bajo los efectos anestésicos del
ibuprofeno, el stopcold y lo medicinal de todo en aquella noche. Veo la imagen al
despertar del cuchillo enorme sobre la pequeña lata de cerveza, y cercano a
este singular par, tras la odisea, el “Macedonian Halva” (aunque originalmente
venía en caracteres griegos), que viene a ser un pastel aceitoso pero seco,
hecho de almendras y quién sabe qué más, típico de aquel país donde nació mi
Hiperión.
Recuerdo al polaco de las JMJ con el cuchillo cortándolo
después de un litro de cerveza y otro de tinto de verano, eso “ que en mai país
nou exist...existe?” “Bueno, allí no, porque aquí tenemos ingredientes mágicos
que hacen que esté mucho mejor cuando lo hacemos, pero puedes intentar en
polakia mezclar vino y ‘fanta ‘ de limón, y si le echas hielo, puede que se
acerque al de aquí”. Y el tío que no se entera y asiente con la cabeza, y la
niebla engulléndonos. Y el Papa en Roma, por lo menos.
Ahora recuerdo los vasos en el suelo y las bebidas sobre el
cuerpo, el olor; así como el aroma dulce, el sabor amargo, la boca seca, el
deseo infame, el sentimiento extraño, la risa tonta, la tos nerviosa; todo eso
recuerdo. La lámpara de lava que se apaga y más bien apaga ella. “uy qué pena” dice, y nos reímos, y qué más
da. “abrázame” y la cama en el centro, nosotros en medio, y todo por mitad; el
cuarto patas arriba, y yo sin cartera ni calcetines. “Yo duermo sin pantalones
( es la terrible verdad)” le digo. “anda
que también, con vaqueros largos,
quítatelos”. Luego “que esto no puede ser” y otra vez la risa floja; y las
vueltas y medias vueltas, y el pelo en la almohada. “entiendo el pelo largo” le digo nuevamente. O
el olor a vainilla, que ya me ocupé yo de negar rotundamente que solo fuera eso:
las mujeres no entienden de perfumes de mujeres, de recuerdos de hombres, ni
sábanas limpias.
También me sueno yo, a mí mismo haciendo té, moribundo al
borde del abismo mientras caliento algo de comida para algunos, alguien,
algunas, quizá era yo, en la madrugada fría. Recuerdo la noche en el viento;
bajar a los infiernos de la calle y recoger a un ángel redentor, comprensivo y
fiel; a unos ojos tristes y bellos, a un semblante triste y lindo, a un corazón
alegre y precioso como un diamante, y que no fuera Beatrice; recuerdo hablar
con ella después, y que ambos llevásemos razón. No recuerdo muy bien el camino
de vuelta; pero sé que lo hice dos veces o quizá tres. La segunda vez que
descendiera ( chúpate esa Dante, dos) recogí a dos pobres caídos que se aman o
son amantes. Yo ya no sé muy bien qué y ahí no me meto pero los invité a pasar
porque el cielo de mi hogar es público y aún nos quedaba cerveza.
De lo que también me acuerdo es de las manos pequeñas, los
pies pequeños, y aquellos pequeños cascabeles en el tobillo que llevaba. Y de
mi mano. Del libro de Fante sobre el portátil, de las luces que se apagan, de
la bruma del olvido; de la oscuridad que se cernía y de la piel en los labios.
De Rossetta stoned de Tool por 8:13. “Cuando me diagnostiquen tuberculosis
serás de las primeras en enterarte” digo mientras me acaricia la espalda, ahí
justo, donde ella guarda con celo la tinta de un tatuaje. El piercing reabierto
que se me cae, yo, que lo tiro todo al suelo; ella que se ríe, yo que toso;
solo un breve nosotros: un pequeño chute: me basta. ”Abrázame” y mis sentidos escuchando bésame suave. De como
apretaba mi mano. Tacto cálido, sabor dulce, vista nublada, olor dulce, oído:
“abrésame”, “abrásame”, “abrázame”.
Y es una pena, pero lo siguiente es lo que mejor recuerdo:
Comenzaré por deciros que recordar lo que se siente es apto
para pocos, hablo claro, de lo que realmente se siente; más os vale enterrarlo
hondo y no ir al psicólogo. Si he de recomendaros algo, el manicomio directo es
mi mejor opción. Para los enfermos de amor, para los adictos al amor, no hay
salvación. Corred mientras podáis, mientras aún tengáis fuerzas y el maldito
sentimiento no os haya cercenado las piernas así como la voluntad. Después no
hay marcha atrás.
Ser impersonal con ella me pareció pueril, así que no lo fui:
abrasar de amor es mucho más doloroso y placentero que de deseo, y aunque sé
desear, deseaba quemarnos con el fuego del amor. Y caí en la cuenta; donde
antes encontraba, más bien, creía encontrar una caricia mía en la costumbre,
tras tanto, descubrí que lo hacía por adicción. Lo que antes viera como
trivialidad cansina con otras mujeres, la descubrí como terrible necesidad:
acariciar el cabello de una mujer. Ya, y desde hace tiempo aunque no lo
supiera, no podía decir “hola y adiós” y mi única opción esta vez fue la de
verla como si fuera otra, muchas otras, el amor entero, enteramente, una mujer.
Pero no una cualquiera o una en concreto, sino como el objeto al que se
proyecta tan hondo sentimiento. Daba igual que fuera un momento, una hora, un
abrazo, un gesto, el beso en el cuello, una noche o no sé qué más. Justo en ese
momento había recaído y había llegado a ser consciente. Ayunar, esperar,
estudiar, esas eran mis premisas; desear, amar por un segundo la imagen de lo
bello, esas realmente lo eran. No entiendo el sexo vacío, las cabezas vacías, o
los corazones vacíos. Yo tuve que rodearla con mis brazos y empujarla contra mi
pecho y demostrarle que en ese momento le otorgaba poder sobre mi.
Pobres adictos, no a la posesión sino al querer ser
poseídos. ¿Qué destino nos depara el impersonal futuro perdido en la mar de
tiempo infinito? ¿Nos esperarán las estrellas para que podamos observar la
belleza de su estallido cuando yazcan moribundas? Solo para nuestra terrible
droga que es el amor la eternidad carece de valor alguno: siempre existe. Y he
aquí lo incomprensible; lo que me mata cada noche, aquello que me hace
despertar cada mañana, el impulso suicida: jamás llegaremos a puerto como
adictos al amor; nuestro destino es el camino y la recompensa la búsqueda;
nuestra esperanza lo terriblemente fugaz de cada regalo otorgado, recibido;
nuestro fin es aquello pasajero, perecedero, pues no somos más que pasajeros,
caminantes, vidandantes, y poco más. Que “Itaca no es mas que el descanso, no
el final del camino ni nuestro destino”.
La infelicidad, vacuidad que se cierne sobre aquellos que
desperdician el placer de la caricia, el sabor amargo y dulce de un beso
furtivo es estúpida y carece de sentido. Llenar el vacío interior de un amor
vacío detrás de otro y otro, vacíos, probablemente sea la peor idea después de
la bomba H: ambas no hacen más que aniquilar personas, hacer que se pierdan por
senderos intransitables que no llegan a ninguna parte (como el camino), pero
que al contrario que éste, carecen de belleza alguna para ser recordada. El
mayor honor, el más profundo sentimiento que nos ha regalado nuestro demiurgo
cae en el olvido cada vez que una de estas personas ningunea al amor en la
persona hacia la que lo proyectamos. No hay varios niveles en los que se ame; solo uno: en el del amor; donde la entrega,
para los que somos adictos ha de ser total y sin premisas. “[...] es que...” “si quieres te pongo una
rueda de hamster gigante” le digo, y ríe. “oye, no es mala idea, o me pongo a
dar vueltas ahí” dice mientras señala una viga. “Dudo que te funcione”. Tosí
como enfermo, la abracé como amante, como quería ella; la amé, sólo como las adictas
querrían ser amadas, pero eso ella no lo sabe, y finalmente dormimos.
El resto es un despertar en compañía, una sábana revuelta,
unas piernas revueltas, un cálido abrazo y una fugaz despedida; un mensaje al
móvil y de vuelta al cuarto nuevo que aún me parece desconocido. Con las latas
vacías, los cigarrillos muertos, medio fumados, acabados; las cenizas, los
vasos, la solería, que es un ajedrez complicado, esa cuchara en el suelo que no
pienso recoger y yo tumbándome en la cama otra vez, hundiendo la cara en la
almohada y respirando profundamente los restos de mi última dosis.
3 comentarios:
No tengo palabras Alruin. Hace años que no leo nada igual, nada es comparable de hermoso y emotivo a lo que he leído en este blog. Y hoy estoy muy llorona y me llegó al alma más que nunca. Toda yo me he convertido en un gran gemido leyéndote. ¿no estarás enfermo, de verdad?. Me partirías el corazón. Publica esto !por Dios! es bueno, grandioso, diría yo.
Qué gran hallazgo tu blog. Besos.
Siempre tienes tantas palabras para mi que me las arrebatas y me quedo yo sin ellas, después no sé qué decir más que gracias por seguir leyéndome. Claro que es una enfermedad de verdad, terrible, sino dudo que pudiera escribirlo. No olvido a Rimbaud y su temporada en el infierno. Y ya me gustaría publicar, ya pero... Un abrazo enorme
Aún me pareces más enorme, ahora. Pero que me digo enorme no, gigante. Por tu entereza, por tu ironía ante la enfermedad, por la oleada de emociones que me mandas con lo que escribes. Pero hay señales rojas en el cielo de Granada y eso es bueno, yo quiero creer que es bueno y que sanarás. !Maldita vida, hermosa vida! Que dualidad mas inherente al ser humano. Cuidate y mejora. De corazón lo digo.
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