Frasario

"Y todo comienzo esconde un hechizo"

José Knecht

12 jun 2010

3 Relatos de arañas. La migala

Reescritura -o bien profanación- ("obligada") de la "migala" de Juan José Arreola hacia lo "fantastico" de Todorov (creo :S )




La migala se escurre en el vecindario como audaz síntoma de muerte. La gente aún no sospecha porqué, ni cuando llegaron lo que ahora comprendo como asesinatos en los apartamentos adyacentes. Mi obligada mascota trae la desdicha, y a mi mismo la inquietud y el horror de saberme asesino y vigilado por la mirada de multitud de ojos en racimo, espectantes, frios, negros, impasibles.

El día que quise comprar la migala el saltimbanqui me dio consejos sobre su alimentación, costumbres; sin embargo jamás me comentó nada por su afán destructivo, o quizá, sea que a estas alturas, la locura contamina lo que toca y ella no es más que la mensajera de un dolor irracional que se desfoga en mis compañeros de hacienda. Recuerdo el paso temeroso, vacilante al sentir el regreso a casa tras la compra del instrumento de dolor, de paz; en aquel pequeño cajón se encontraba la ponzoña que tiraba de mí hacia mi apartamento como un lastre definitivo. Aquel era el paseo al infierno más diáfano que alguien puede desear, con la sonrisa y el temor del que se sabe condenado y no tiene salida. Hacia el mayor y descomunal infierno de los hombres.

La noche que decidí arrojar la migala sobre la cama a esperar su retroceso hacia lugares más recónditos, oscuros, vi correr a un animal que parecía saber a  qué había venido, y aunque pude mirarla frente a frente durante unos segundos de súbita duda, a esperas de que comenzase a hablar y revelarme cuándo iba a matarme, sin asombro, la descubrí arropándose en las sombras de muebles, quizá cajas, armarios, cajones. Quién sabe ahora.

Sigo esperando la presencia invisible mientras yazgo desnudo, aterrorizado por la posible picadura ponzoñosa, que con sibilinas formas y pérfidas mañas controla mis movimientos tímidos mientras ando por mi propio hábitat en la de ella convertido. Tiemblo, exhausto, ante cualquier cosquilleo, y palidezco en el sentir del viento, la oscuridad, y el silencio solo a veces calmado por el súbito crujir de su terrible y espíritu maligno torturando la madera, pequeño y letal. Si es que es ella. Vigilante.

Pero no ha desaparecido, y me atormenta haciendome saber que la angustia y el tósigo me acechan detrás del viejo escritorio, dentro de un zapato, en mi inquietud, en mi hastío, entre la ropa y mis pensamientos. Sé que anda allí, y mis vecinos, asustados ven como su vida se reduce a esperar la siguiente víctima. Nunca imaginé ver  mi alrededor la muerte cuajarse, y de qué forma, entonando el mea culpa. Primero Andrés que padecía del corazón dicen, ya, del que solo conozco su nombre y su tele encendida  hasta altas horas de la madrugada; y Teresa, de la que el olor fétido de su cuerpo inherte anunció a todos la muerte inesperada dos días después del pobre anciano y que descubrimos a la semana. Enferma, o algo así. La tortura se alarga. Ella corrió peor suerte, y aunque parece que vivió lo suficiente para descolgar el teléfono murió sola, como Andrés, como yo. Nos vigila, nos acecha, nos termina poco a poco como enviada de un terrible existir tóxico que nos oprime y asfixia. Se sabe artista en su discurrir sigiloso y lo usa para tenerme en un constante jaque que sé como terminar. Sí, lo sé, o no. Solo quizá. Pero es mejor que morir entre vómitos de sangre y terribles dolores. Sí, porque he buscado, y me informé, mas allá de lo que el saltimbanqui me dijera que la picadura no es instantaneamente mortal, y si el morir de amor no debe doler tanto y traer paz, aunque angustiar, debería ser rápido, y sí, mortal. O no.

En realidad, carece de importancia, me consagré, a mi y a mis extraños allegados a la presencia de un terrible juez y pastor. En mi foro interno el suicida que trajo la migala se descubre como asesino y renuncia a la inefable lucha contra la incontingencia existencial del veneno que inoculé en el apartamento, y que ahora se divierte en exparcirse y volver para aterrorizarme durante la noche; con sus imperceptibles pasos, con su silbido pérfido. Tengo miedo, y se hace insoportable en soledad, acorralado por el pequeño monstruo y la omnipotente muerte, angustioso es el tiempo que pasé entre cábalas pensando en Beatriz, y solo ahora entiendo que si quería acabar con esto, solo tenía que saltar por la ventana de este sexto, y acercarme. La gente muere a mi alrededor, y aunque ellos no sepan porqué ,yo sí. Sí, rápidamente al suelo. Sin más, y desear que la muerte me persiga hasta la calle y se pierda en las alcantarillas. Dejándome en paz a mi, y a la manzana podrida. Y otro grito, quizá alguien más haya caído en su red.
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La migala. Reescritura insólita.


La migala se esconde entre las sábanas, y yo apenas deseo que esté allí cuando vuelva de la ducha y vaya a conciliar un sueño, eterno, o no.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquel recinto ferial nunca imaginé que llegaría a traer a casa aquella repulsiva y atroz alimaña. Era peor que un destino truncado, peor que el desprecio y la pena en los ojos de una mirada de falso amor.

Días más tarde volvería a comprar aquel ponzoñoso arácnido; el sorprendido saltimbanqui me informó sobre sus costumbres y alimentación extraña, hice caso omiso. Más tarde notaba el peso del veneno y el mal, del vil animal que inoculaba en mi vida dentro de aquella pequeña caja de madera donde portaba el peor y más descomunal infierno de los hombres. Con paso tembloroso y vacilante me dirigí al piso de apartamentos, y durante el trayecto, noté como la inocente caja de madera tiraba de mi hacia la inexorable certeza que me aguardaba.

La noche en que solté a la migala en mi departamento la vi esconderse, corriendo con sus asquerosas y negras patas a ocultarse bajo un mueble, giré la vista e intenté vivir el comienzo de una vida indescriptible. A veces, de iluso, imagino la posibilidad de la escapada de mi compañera de piso, me veo sin dudar en un mar de acciones que no están pensadas en un agonizar de mi propia existencia, sin medir cada paso, mirar cada recodo o recordarme que convivo con mi muerte, con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo y sudo en padecer el terror de la oscuridad, y la veo a ella, reptando hacia mi encima de las sábanas, lentamente, muy lentamente; decidida a dar el picotazo mortal, inocular su veneno, acabar con la agonía y el escalofrío nocturno que cada noche recorre mi espalda sí o sí antes de dormir, dormitar, maldormir. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil al sentir sobre mi cuerpo en sueños aquel peso imperceptible, el paso lento y cauteloso de la ponzoña. Sin embargo siempre amanece, vivo, y mi alma se apresta al perfeccionamiento inútilmente.

Algunos días dejo que mis deseos guíen mi pensamiento y reitero en la idea de que se haya extraviado, pero es siempre la fortuna quien me pone delante de ella para recordar la asfixia diaria. Ayer el silencio, la paz y el sueño, trajeron el sonido del venenoso animal, imperceptible. Su peso efímero en mis sábanas, suaves, sedosas, como su red y sus patas. Y la vi envolviendo mi cuerpo en un suave capullo de seda; inmóvil, veía como en sus racimos de ojos purulentos se reflejaba mi cara atónita y desesperada, blanca como el moribundo. Inerte, esperando que aquellas fauces que escupían la bilis que me consumiría llegaran a tocar mis propios labios, y sentir, sin hacer nada, como la muerte te devora mientras el veneno te paraliza, asfixia, destruye y anula.


Salí de la seda con los sudores del moribundo escapando en un desliz de atención de la migala, y lo único que pude hacer fue retorcerme entre atroces dolores y vomitar en el suelo mientras ella me miraba triunfante. Había vencido y disfrutaba con los últimos estertores. Después, el más profundo y reparador de los sueños llegó.

Aún odio, desde el más profundo amor a la vida, aquel grito, aquella llamada, y aquella ambulancia; el sonido del perdón. De la migala, lo ignoro.


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No rest, no mercy, no matter that. 


Reescritura Maravillosa





La migala discurre libremente por la casa, libre, y a veces incluso hablaba, lo que no hacía disminuir mi capacidad de horror.

El día en que Beatriz y yo fuimos a aquella caseta derruida de feria el gitano saltimbanqui que nos atendió nos contó maravillas sobre su horrible migala, la más repulsiva alimaña que podría haber visto marcaría mi destino, así como el desprecio y la conmiseración que brilla en una clara mirada.

Tras varios días volví a comprar la migala, el sorprendido saltimbanqui me dio informes acerca de sus costumbres alimenticias y extrañas advertencias sobre las arañas que no logré comprender; místicos gitanos, perdidos en siglos en que los fantasmas aún aparecían para atormentar de forma fantastica a la gente. Pude sentir ese sendero oscuro que guió mi alma a transportar la migala en mi particular caja de Pandora, solo la esperanza quedaba dentro, la esperanza de no abrir, y comenzar a vivir la angustia de una vida dificilmente descriptible. Aquella caja, su contenido, ligero –la migala- y tenaz, pesado –en mi alma- en mis manos, era la máxima dosis de terror que necesitaba en aquel momento.

La noche que solté la migala en mi departamento nos aplastaba un calor denso, húmedo; y durante un momento, dudé en aplastarla a ella también, y al levantar el pie calculando la mejor trayectoria para el final de mi relato, ella, en un aviso, se erguió sobre sus patas traseras también. Avisándome igualmente. En ese momento comenzó el infierno en el que mi vida se consume y mi alma se perfecciona.

Con el pecho lleno de noche sucumbo cada crepúsculo al miedo de la oscuridad, del qué, detrás de las cortinas, de las esquinas de muebles mal iluminadas, o de aquellas zapatillas viejas que ya no uso y acumulan polvo y telarañas. Siempre esperando la picadura mortal. A veces, helado, me descubro sudando tras un sueño, grandes arañas me persiguen pero jamás me alcanzan. Asfixian, acosan, vigilan, siempre, sin descanso, como si me dejaran vivir a conciencia, con paciencia, con su invisible presencia maquinando mi ausencia.

En el silencio de la alborada siempre me encuentro con ella y sus susurros, la encuentro en mi almohada, despertándose conmigo y su presencia me atormenta en el despertar más allá de los sueños y su misterio. No conforme con perseguirme allí, la encuentro diciéndome cada mañana cuanto me ama y como me devorará poco a poco cuando me embriague de su ponzoña y deje de sentir el dolor y el terror de convivir con la muerte día y noche. Hablar con ella se me hace tedioso, y cuando casi pierdo el respeto por su especie, me acerca sus temibles patas al cuello y me pasa sus colmillos afilados levemente por la piel, "eres mio" susurra. Luego se va, y me deja a solas con mis pensamientos. Prefería a Beatriz.

4 comentarios:

Pilar dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Pilar dijo...

Borré lo de "tocada y hundida...", pero lo mantengo. Sin embargo, el juego de la reescritura me está gustando más ahora. Creo que mi favorito es el segundo, aunque el último acaba de modo inquietante.
Buen juego:)

Alruin dijo...

:O (cara de sorpresa tipo: ain! que la borrao'!) Pues lo leí, menos mal que m'acuerdo (toma reducción).

Tengo poco tiempo para algo que no sea "obligado" (entre comillas siempre) pero se intenta sacar algo que no huela a microondas. Pues que cosas, el segundo no es mi predilecto, creo.

Gracias y

Pilar dijo...

Siento que lo de "eliminar entrada" no esté en las normas del juego; siempre cuando estoy agobiada tiendo a "hacer limpieza", borrón y cuenta nueva y, a veces, tiro lo que no debo.
Los textos igual. Ahora los pongo después los leo y o los borro o los retoco, por eso me gusta el blog :)

La migala es metáfora agobiante, inquietante y, como -decís ahora- "emparanoia" bastante (jo, todo me sale en verso últimamente).
Si no es el segundo ¿cuál es tu predilecto?
Cartaphilus.

PD: He escrito el (II) apresurada y quizás torpemente con sueño y a unas horas tremendas. Ya me dirás.

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